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Desde hace tiempo se encuentra en
un punto en el que su cuerpo ignora cualquier cosa: le da igual que haga frio,
que sude hasta empapar la ropa, que le llueva encima durante días, que el
estómago le ruja lo más fuerte posible o que tenga que travesar alguna cabeza
de caminante. Fue hace años cuando ya asumió todo eso, hay pocas cosas que
puedan sorprenderle.
Roe el hueso de conejo con los
dientes y las manos llenas de mugre y callos. De vez en cuando se pregunta cómo
es posible que esos bichos todavía sigan poblando la tierra, pero hoy no es el
día que lo hace. Solo devora hasta dejar el hueso seco, y si fuera por él hasta
eso se comería, pero lo último que necesita son los dientes rotos. Revisa todos
los huesos un par de veces, pero en ninguno queda rastro alguno de carne. No se
siente satisfecho, el estómago no estará ni medio lleno, pero es lo que hay. Se
acomoda en el suelo lleno de hojas y mira un momento hacia el cielo. Hace
semanas que el verano empezó a alejarse y los nubarrones les rondan. Ya están
empezando a pasar un poco de frio por las noches, pero la hoguera todavía les
es suficiente. Aún así espera que pronto encuentren algún pueblo abandonado en
el que poder coger algunas provisiones (si es que quedan en algún sitio).
Escucha el sonido de unos pasos
acercarse por su espalda, pero ni siquiera se molesta en quién o qué puedes
ser, lo sabe de sobra. Cuando su hermana pequeña llega y ve que ha comido sin
ella, es cuando llega la tormenta.
—¿Otra vez? ¿En serio? —Dice
tirando de mala gana las ramas recogidas para esta noche— ¿No eres capaz ni de
esperar a que yo venga para comer?
Igual que otras muchas cosas, hace
tiempo que ignora los quejidos de su hermana. No entiende qué manía absurda
tiene de que coman juntos. Ella ni siquiera ha podido vivir comidas familiares,
en salones de casas bien decoradas y con platos hasta arriba. Tienes hambre y
quiere comer. Ella podría buscar otro momento para recoger leña, tenían de
sobra.
La muchacha tira un par de ramas al
fuego encendido y lo aviva. Coloca su caza sobre el calor y espera
pacientemente. Antes de que los últimos rayos de sol desaparezcan, Carl observa
el perfil de su hermana de manera disimulada. Se podría decir que es la única
fotografía viviente que tiene para no olvidar cómo era su madre. Sus narices se
escurren hacia abajo de la misma manera, y el pelo es del mismo color. Sin embargo,
hace tanto tiempo que la mujer murió, que a veces las confunde demasiado. Se
parecen demasiado. El flequillo, algo grasiento y largo de más, cae por los
laterales de su rostro mientras que el resto del pelo lo recoge en una coleta
ya despeinada. La última vez que él se miró en un espejo, se encontró delante
de él a su padre.
No recuerda cuando dejó de echarlos
de menos. Quizás su hermana le ayude a inmunizarse ante esas cosas, al fin y al
cabo eso lo único que le queda. Posiblemente si no fuera por ella, no podría
levantarse todos los días. Se habría dejado morir hace tiempo, pero ahí está,
ignorando cualquier cosa con tal de poder seguir adelante con ella. Con tal de
que ella siga viva.
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