Se calla y le entra por vena

En esos momentos, solo la acompañaban el silencio y su cama. La sujetaban, la apartaban del mundo exterior y la protegían del mal ajeno. El silencio le proporcionaba tranquilidad, la cama le proporcionaba un lugar donde disfrutar de la tranquilidad.

Las sábanas enmarañadas en sus piernas huesudas, sucias desde hace días, y la almohada manchada de carmín y saliva. Sus cabellos, largos y con el tacto de un estropajo viejo, tapaban esas manchas que solo conocía ella y que solo le pertenecían a ella. Las manos temblorosas y por supuesto, huesudas. Son las uñas manchadas de esmalte de hace meses, porque no quería quitárselo, porque solo sería una pérdida de tiempo. Los pechos bajo el sujetador con los tirantes pasados, casi con mirarlos se podrían deshacer finalmente.

Las cortinas jugaban a moverse con el aire tan demasiado cálido y veraniego que entraba por la ventana abierta desde hacía semanas. El ruido del exterior se colaba en el cuarto casi con miedo, sin excederse. No había que molestarla. Los pájaros no paraban de piar, pero ella no los escuchaba, eran ruidos lejanos, vacíos de significado.

Todo le daba igual pero todo odiaba. Todo lo que no tuviera que ver con el cuadrado en el que habitaba. Porque todo lo que entraba en su cuadrado era ruido, y espantaba a su amigo el silencio. Y volvía a quedarse a solas con su cama, pero ella los necesitaba a los dos juntos. Por eso dicen, que cuando no podía tener a los dos, alargaba su mano hasta la mesilla de noche, tan vacía de unas cosas y tan llena de otras, sacaba el cajón con las fuerzas que le quedaban y cogía lo de siempre. Se preparaba, incorporándose un poco en la cama. Entones se descubrían las manchas de carmín y saliva y el broche del sujetador oxidado. Extendía la extremidad desnutrida, y la nutría de aquella sustancia que hacía que su amigo el silencio volviese con ella.

Entonces volvían a ser ella, la cama, y el silencio.